En otro lugar he explicado de qué curiosa manera llegó a mis manos este libro. Ahí prometí que lo iba a leer y lo he cumplido. Que lo haya hecho con sus 448 páginas en menos de dos semanas y con otro Open entre medias a las espaldas, es un elocuente reconocimiento a la novela.
Mientras la leía y después, he tratado de encajar la novela en todo lo que conozco de literatura y ajedrez. Si me hubieran preguntado antes de leerla cómo se refleja el ajedrez en la ficción literaria y/o cinematográfica, habría clasificado todas las obras que conozco en dos grandes grupos.
En uno de ellos, el más poblado, estarían aquellas en las que el ajedrez es parte más o menos importante del “decorado”, pero nunca el tema, asunto o materia. Muchos, muchos ejemplos, desde el filosófico El séptimo sello de Ingmar Bergman hasta Desde Rusia con amor del agente 007, o la reciente española El jugador de ajedrez o toda la filmografía de Kubrick repleta de imágenes y alusiones al ajedrez.
Quizás alguno quiera argumentar a favor de La tabla de Flandes como novela de ajedrez, pero en realidad estamos ante una novela de intriga, policíaca, en la que la resolución del caso se apoya en un problema de ajedrez retrospectivo. Por muy importante que sea el papel del problema de ajedrez en la trama, no puede decirse que el ajedrez sea el tema de la obra. Lo mismo puede decirse, amalgama de intriga y combinación ajedrecística, del poema Ajedrez, del polaco Ivan Kochanowski, perfectamente comentado y desentrañado por Yuri Averbaj en el primer capítulo de su obra Lecturas de ajedrez titulado El vencedor será mi yerno.
Son pocas las obras cuyo tema es el ajedrez en sí mismo. Podemos citar a Stefan Zweig y su Novela de ajedrez (en realidad, un relato largo), o a Nabokov y su atormentadora La defensa, llevada al cine como La defensa Luzhin. Pero permitidme una distinción, una sutileza o una osadía: esas obras no tratan del ajedrez, sino de la enfermedad del ajedrez. En estos tiempos en los que se recomienda el ajedrez para prevenir el Alzheimer, yo quiero recordar una frase que le escuché hace más de tres décadas creo que a Jesús Boyero: el ajedrez no es un juego, sino una enfermedad. En la obra de Stefan Zweig quizás no lo parezca, porque en ella el ajedrez es el asidero que salva de la locura a un prisionero de la Gestapo. En la obra de Nabokov, el ajedrez es la defensa que descubre el protagonista contra su infancia desgraciada, pero acaba llenando su vida de locura. Quizás la película que mejor retrata el ajedrez como una enfermedad mental sea El jugador de ajedrez, obra de juventud y cuasi desconocida de un cineasta tan reputado como Wolfgang Petersen (Poseidón, Troya, La tormenta perfecta, Air Force One, La noche de los cristales rotos…) en la que de alguna manera condensa anécdotas conocidas, tanto apócrifas como verídicas, de Morphy, Steinitz, Fischer, Capablanca, Najdorf y tantos otros….
Así que yo diría que este segundo grupo de obras tampoco tratan del ajedrez, sino de su enfermedad.
La obra de Cándido Arechavaleta es diferente: no trata de, ES ajedrez. Si es locura o enfermedad, el lector que se sumerje en ella, el autor que la escribió y los personajes que la pueblan no lo saben, porque todos ellos viven inmersos dentro de las sesenta y cuatro casillas. Los personajes actúan, interaccionan entre ellos, a través del juego de piezas y peones. Y la propia obra puede verse como un compendio de la gran partida de ajedrez que es la historia del juego en sí mismo, desde los primitivos que establecieron las primeras reglas hasta el ajedrez modulado informáticamente de la actualidad, pasando por los románticos decimonónicos, por los clásicos Steinitz, Larsen y Capablanca, los hipermodernos, la escuela soviética…
Me gustaría resumir la obra sin hacer un spoiler. Ahí va. En un futuro que puede llegar a ser pasado dentro de muy poco tiempo, una “Fundación”, una entidad semipública impulsada por un sospechoso contubernio de grandes intereses económicos y agencias estatales de inteligencia, selecciona y recluta a los seis jugadores adolescentes más prometedores del país con un doble objetivo: aparentemente darles la mejor preparación ajedrecística que hayan tenido nunca en la historia ningún escogido grupo de jugadores; en realidad, escudriñar su juego, sus habilidades, sus procesos, sus emociones, sus vidas enteras, para nutrir un ambicioso programa de inteligencia artificial. Si Kasparov imaginó hace muchos años el Centauro, la combinación de jugador humano y máquina informática, la Fundación lo desborda en amplitud y profundidad. El juego, el desarrollo y el aprendizaje técnico pero también humano de los seis adolescentes es constantemente comparado, analizado, tutorizado y, lo que es más preocupante, asimilado por las máquinas que maneja la Fundación.
Cada uno de los seis personajes tiene una manera diferente de sentir, de vivir, de jugar al ajedrez. Los conocemos por su fantasía, rigor, timidez u osadía a la hora de mover las piezas, tal y como conocemos el talante de los grandes jugadores del pasado o de los amigos, compañeros, camaradas y enemigos que nos acompañan en las tardes de club, en las competiciones locales, en los Opens de verano. El contrapunto con ellos y al mismo tiempo su mentor, su engarce con la Fundación pero también con el ajedrez eterno anterior y posterior a todos los módulos, lo pone la figura del Director, un viejo Gran Maestro cuya experiencia en el tablero pero también en lo que hay alrededor del tablero sirve de guía a los adolescentes en un trayecto que tiene mucho de viaje iniciático.
Así descrita, la novela tendría todos los mimbres para ser una novela juvenil, de iniciación. Y posiblemente lo es, pero ¿quién de nosotros, de no importa qué edad, no está aprendiendo a jugar al ajedrez?
El desenlace me sorprendió y… no digo más, salvo que me da miedo que la realidad quizás empequeñezca lo que el autor de la novela ha imaginado.
Y aquí lo dejaría. Pero sé que muchos preguntarán: ¿y quién es el autor? No me gusta esa pregunta, porque creo que deberíamos valorar las obras en sí mismas, sin saber si el autor es un famoso o un desconocido. Pero la entiendo, entiendo la curiosidad por saber y conocer. Así que digo: Cándido Arechavaleta es un riojano de 51 años, farmaceútico de profesión y ajedrecista de afición. Si queréis saber más de él, seguid este enlace.
La obra está a la venta en Amazon. Es una obra autoeditada. ¿Qué significa esto? Significa que la obra no ha pasado por el filtro editorial. ¿Eso es bueno o malo? Se supone que una editorial, además de encargarse de la maquetación, impresión, almacenaje, distribución y promoción de la obra, aporta como principal valor añadido el filtro, la decantación de calidad. La realidad no es exactamente así. Hay filtro, hay selección, sin duda. De los criterios que se aplican habría mucho que hablar. Hay imposición del gusto, pues compraremos el libro que se ha hecho famoso (que han hecho famoso), el que nos prescriben en los suplementos y revistas culturales (pagados), el que llena las estanterías de las librerías, de los kioscos de aeropuertos y estaciones. ¿Sabíais que España es o ha sido el país del mundo que más, o uno de los que más títulos edita al año? Con tiradas cortas, obviamente. Este fenómeno tiene una explicación. La industria editorial española ha sufrido en los últimos treinta años un proceso de concentración que casi ya ha acabado. La herramienta de los grandes para comerse a los pequeños ha sido, literalmente, empujarlos fuera de las estanterías de las librerías a base de editar muchos títulos y saturar los canales de distribución y los puntos de venta. Los pequeños han ido cerrando o han sido incorporados como un «sello» más del grupo mediático que integra editoriales, revistas, periódicos, emisoras de radio, canales de televisión… La autoedición, con todos sus defectos, y las pequeñas editoriales independientes que intentan sobrevivir, con todas sus carencias, hacen posible que florezcan otras flores. Como ésta.