Recuerdo la mañana en que mi padre me presentó el tablero y las piezas, sus movimientos e importancia. Desde entonces, me empeñé en que quería aprenderlo. Desde bien pequeña me adentré en el mundillo de clases y campeonatos. Recuerdo vivirlo con muchísima intensidad y vida. Siempre me había parecido muy divertido. Recuerdo el compañerismo en el aula y, sobre todo, en las competiciones.
Creo poder decir con gran certeza que una parte importante de mi vida se dio entre jaques y mates, y sin embargo, un día me alejé. Nada dramático, simplemente la vida a veces tira por diferentes direcciones.
Casi ocho años después, por casualidades, volví a caer en una casilla del tablero. Pero esta vez, no soy yo quien pulsa el reloj, sino quien le da al “play”.
Ahora soy quien explica las reglas, corrige dudosas aperturas y anima tras las derrotas. Enseño a una recua de críos maravillosa que, inevitablemente, me recuerda a lo que fui: con sus ojos brillantes tras un jaque mate, con una energía inagotable y una manera tan pura de amar este juego. Niños y niñas que justamente llegan al tablero.
Ahora entiendo la ternura con la que mis profesores me enseñaban, la agilidad e ingenio que tenían para llevar unas clases tan enérgicas y dinámicas.
Al principio me sentía muy nerviosa al llevar la voz cantante en un aula llena de cabecitas pensantes. Aunque había trabajado antes con niños y niñas en otros ámbitos, no pensé que pudiera dominarlo. Pese a mis casi diez años de experiencia en torneos, no me veía capaz…
Pero poco me duró esa inseguridad al ver que son como esponjas, que cada día avanzan más rápido por los escaques. Mentes llenas de mil ocurrencias y comentarios célebres como: «¡Te he comido el rey!», que te dejan descolocada, con las manos en la cabeza y pensando en cómo han llegado a esa situación.
Pero creo que esa es la maravilla y la esencia de unos inicios tan tiernos, que todos los ajedrecistas tuvimos.
No puedo evitar sentir cierta nostalgia al ver estas situaciones: cómo desean aprender y la alegría de ese rato final de clase que nos dejaban libre para jugar un pasa-piezas, un comecome o cualquiera de esos juegos derivados que se nos hacían tan divertidos. Sin olvidarnos, claro, de los piques entre compañeros, los cuales hacían que fuese más adictivo aún.
Siento que tengo la suerte de seguir viendo cómo, pese a que el tiempo en el reloj avance, estoy al otro lado del tablero, pudiendo elegir mis próximos movimientos.
Vivirlo desde este punto está siendo una experiencia completamente enriquecedora. Y ser quien orienta a los y las jóvenes futuros talentos —quienes, ojalá, algún día me recuerden como yo recuerdo a mis monitores— me enorgullece profundamente.
Texto: Ainara Urroz Esnaola